martes, 21 de abril de 2009

LA CASA QUE MIRA LA VÍA



- Fede, cuando salgas del colegio, pasate por la floristería que Eduardo tiene preparado el ramo de tu padre. Le dices que ya se lo pagaré el viernes. ¡Venga date prisa con el desayuno que vas a llegar tarde!.
Fede untaba de mermelada la crugiente tostada que Josefina le preparaba todas las mañanas, con ese empeño tierno de madre universal y perpetua.
A sus doce años Fede era consciente que ya nada sería igual después de la inmensurable pérdida. Mañana hará un año desde la ausencia de su padre que se lo comió el tren cuando la hora de las brujas...
En la casa que mira la vía era un tabú hablar de aquél trágico día. Para Fede su único desahogo era su amiga la psicóloga de asuntos sociales, con ella todo era diferente, sentía en su compañía como si se abriera una puerta y entrara la luz para airear su alma.
Fede sabía de la existencia de una carta de despedida dejada por su padre y quería leerla a toda costa. Su amiga la psicóloga le pedía paciencia y un transcurrir de tiempo hacia la madurez. Un día tu madre cuando lo vea conveniente te la dejará leer, tendrás que centrarte en los estudios y cuidar de ella que es la que más te quiere en este mundo.
- Fede, terminate las tostadas que ya pasó el tren de las ocho, no te confíes, no vayas a llegar tarde a la escuela.
- Sí madre.
Lo vió salir con la mochila cargada a la espalda, cruzar la vía del tren, con paso decidido sin volver la vista atrás para el efímero y último saludo.
Se sintió segura contemplando a su hijo y pensó en la grandeza que florece a instancias del dolor, los desgarros empezaban a cicatrizar; el mundo lo forma la vida, la vida es sentimiento en un escenario que no analiza las emociones de los seres...
Josefina volvió a su escritorio, con la llave que siempre llevaba colgada a su cuello abrió el cajón y de nuevo revivió el fatídico día, buscando una razón liberadora de su pesar, ante tanto caos, buscar una coherencia en lo demencial.
Josefina no te culpo, no me culpes...
Aquí estoy van a dar las doce de la noche, la estación está fría, no transita nadie, el banco que me sostiene es de metal, se me hielan los glúteos hasta los huesos, mi letra es temblorosa por el helor reinante. Lo sustancial de mi espera carece de importancia, los motivos son mi secreto.
Saco un cigarro, las manos siguen temblando por el frío, no por el miedo metálico que me devorará a las doce si no viene con retraso.
Me siento como "sólo ante el peligro", pero diferente, no vendrán unos forajidos a matarme, ni yo podré defenderme... ¡sólo son películas!.
Enciendo una cerilla que da la vida a mi último cigarro, mi cuerpo sabe lo decidido y goza de su definitva dosis de nicotina, ¡que placer!.
El por qué estoy aquí, Josefina, no lo sé. Ahora llovizna, me levanto del banco, miro las vias del tren , un rail me atrae más que el otro, la senda del gusano metálico es estrecha, la anchura que separa un rail del otro es más corta que la largura de mi cuerpo.
Quedan tres minutos, se oyen ruidos, mis oidos me avisan de su cercanía, apuro mi cigarro, el mejor de mi vida, te escribo con celeridad, no tengo miedo...
Lo siento pero no me acuerdo de nadie en especial, por el cual desistir de este acto de libertad. No hay lamento ni quejas, nunca fui libre en la medida de mis deseos, solo lo siento por el maquinista, aunque el hombre ya estará acostumbrado a estas cosas, lo soportará contandolo en el café con pelos y señales la recogida de los despojos a sus amiguetes, será el centro de su pequeño mundo tabernero.
Ya viene, con su luz de faro horizontal, te tengo que dejar.
Josefina tomó una decisión, cogió un mechero y con la lumbre quemó su cruz de papel, diciendose para sus adentros: "no te mereces llevar el nombre de tu hijo. Federico, para mí has vuelto a morir, no queda memoria para el recuerdo".

Este relato se lo dedico a Ana Castillo.

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