martes, 14 de abril de 2009

EL SAUCE LLORON


Era otoño y Antonio veía desde su ventana como aquél sauce urbano lloraba sin consuelo sus ocres hojas de belleza moribunda y caduca... No podía sin más que identificar su virilidad con el deshojar de aquél sauce llorón.
El portentoso aparato reproductor, delirio antaño de las numerosas amantes que pasaron por él y repitieron glotonamente el balanceo viril hasta el levitar en múltiples orgasmos, estaba tristemente en el día de hoy fuera de combate, un colgazón hiriente para Antonio, la inmensa cruz que nadie quiere llevar a cuestas y menos él, al que siempre llamaron "Antonio, el pollón divino".
Su vida desde la disfunción erectil había sido un calvario de peregrinaje en peregrinaje a los mejores especialistas de la materia en cuestión. En el último especialista que visitó no le diagnosticó una cura pero sí una vaga esperanza derivada de una posibilidad emocional, un sentimiento llevado al extremo límite, el cual pudiera desbloquear su problema disfuncional...
Antonio compró maquillaje, recogió hojas caídas del sauce, adquirió pegamento especial que no irritara la piel, se encerró en el cuarto de baño y después de varias horas de trabajarse la imagen ante el espejo, se dió por fín el visto bueno.
Le costó salir de su casa, tuvo que vencer el miedo al ridículo, ya en las escaleras se cruzó con varios vecinos que se quedaron sin habla nada más verlo. Antonio sintió un cosquilleo interno, una pequña descarga eléctrica desconocida hasta entonces, algo parecido a una estimulación placentera.
Desde el portal de su casa hasta la boca del metro era el centro o la diana de las miradas alucinadas de los transeuntes que se cruzaban con él, ante toda esa expectación que iba generando en su entorno, Antonio se iba sintiendo renacer, notaba cierta caricia en la punta de la polla. LLegó excitado a la Puerta del Sol, buscó el kilómetro cero y se quedó inmovil emulando al sauce llorón.
Una pareja de lesbianas que pasaban por allí vieron un sauce llorón tembloroso y cutre hasta enternecerlas, echaron una moneda a sus pies sobre el suelo porque no había ni cesta, ni caja, ni nada que se le pareciera.
Antonio, ante el ruido metálico de la moneda se activó, se cogió el cipote más duro que el pavimento y no paró de menearlo hasta verse sumergido en el mayor y apoteósico acto onanista de su existencia. Las hojas adheridas a su cuerpo se soltaban del pegamento ante la magna vibración convulsiva... Antonio tuvo un orgasmo virulento a plena luz.

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